jueves, 4 de enero de 2007

Capítulo II

II

Ana dice las cosas tan quieta que a veces es difícil distinguir si te está hablando o si sólo murmura conjuros o frases sueltas para ella. Mientras está recostada entre mis almohadones, por momentos creo que se ha ido a otro lugar, que sólo está conmigo una presencia física vacía y que la Ana que importa me ha dejado de nuevo solo. Pero desde ese abismo en el que cae, a ratos reaparece para soltar de la boca alguna frase y recordarme que con ella casi siempre me equivoco. ¿Quien es el Martín que está aquí junto a ella? No soy yo, de eso estoy seguro. No, ni siquiera de eso estoy seguro.

- Tengo los ojos azules de tanto mirar...

- Yo me tiento a preguntarle de qué está hablando, pero de alguna manera siempre termino por sentir que hacerlo es como confesar que a pesar de todo, no he conseguido acercarme nada a ella, que a pesar de este tiempo, aun me sigo quedando atrás en el silabario de entenderla.

Esta vez, trato de comprender sin preguntas, la miro despacio para no aturdirla. La miro desde mi rincón tratando de no violentar su espacio y de pronto siento que caí en su juego, que yo también me he convencido que sus ojos, por alguna razón, se han vuelto de un azul noche, de un azul de tarde entrada y sin estrellas y empiezo a preguntarme como lo habrá hecho. Pero claro, soy yo el que deliro, soy yo el que no tiene ni idea de como son de verdad sus ojos que cambian tan rápido que despistan las constantes.

- Una vez me pasó, pero ya no lo recordaba... dame una manzana, a ver si así me acuerdo.

Yo me paro y trato de no mirar más sus ojos que se han vuelto tan oscuros que podrían ser de cualquier color. Camino hasta la cocina aturdido, lavo con cuidado una manzana verde y la miro. ¿Por qué será que siempre me hace sentir como un idiota?

Los pasos que me separan de ese cuerpo echado sobre mi suelo son cortos y rápidos. Sé que voy a rozarla al extender mi mano-con-manzana-verde y me pongo contento de eso. - Con qué poco me conformo en estos ratos ¿no? -

¡Esta manzana es verde!, ¿No tienes una roja?

Muevo la cabeza con vergüenza, sorprendido en una falta enorme. Ana sonríe y me dice con un poco de pena que no importa, y yo, como una mascota tonta, agradezco para mis adentros esa sonrisa para seguir mirándola así, tan cerca, por un rato.

Me es inevitable comprobar lo dulce de sus contrastes. Aquí, tirada sobre el suelo, ovillada en los almohadones y tapada con toda clase de mantas y chalones, su cuerpo se me aparece con una inocencia extrema. Sus piernas que apenas se asoman, son sólo vestigio imprudente de otros episodios, otros tiempos en los que esas mismas piernas caminan por la calle o se estiran sobre la cama o se dibujan en mitad de un tiempo irreal en el que a veces soy capaz de encontrarla. Ana es eso, es casi un solo contraste - armado para desarmarme -, levantado de quien sabe qué mito, como una diosa inexistente o sólo casi existente, que a ratos es y luego, casi sin aviso, desaparece de todos los márgenes, de todos los ríos y se enrisca de tormentas pasadas o presentes sin que nada del agua la toque o la queme.

Ana de pronto sonríe con esa sonrisa vieja, tan suya. Se para del suelo y camina despacio, cruzando la habitación desnuda hasta el baño, única puerta de este lugar. Se levanta tropezando con todo, desprendiéndose de las colchas sin usar casi las manos, dando pequeñas patadas a los pedazos de abrigo que la cubren, con una agresividad que me encanta y me asusta.

Me cuesta creer que esta mujer tan poco previsible se preocupe tanto de su ropa. Está muy abrigada - siempre que viene a mi casa siento que se ha preparado para un viaje al ártico - pero su pollera es cortísima y por abajo, cubiertas de esas medias de lana gruesas y grises, asoman íntegras sus piernas flacas y perfectas. Se toma el pelo con un gesto aprendido de memoria y me regala una vista deliciosa de su cuello. Está tan lejos. Mi presencia parece haberse esfumado y camina sin prisa acomodando desde metros antes la ropas, para sentarse en mi baño. Cuando estamos solos, nunca cierra la puerta para hacer pipí. Es una costumbre que al principio me incomodaba pero de la que con el tiempo he terminado por enamorarme. Se sube las polleras, se baja las medias y los calzones mientras toma el rollo de papel y va enrollándolo, jugando con él en la palma, haciendo un pequeño rollo y contemplándolo. Desde lejos, la miro tratando de no invadirla, pero sé que en eso nunca la invado, que lo hace porque sabe que me encanta. Siento el sonido nítido del chorro cayendo sobre el agua y veo su cara que poco a poco se vuelve alivio, y espera y dulzura. Se limpia con cuidado y yo muero sólo por verla un poquito, por saber que está compartiendo conmigo una parte de su intimidad y me pierdo en los movimientos suaves de su cuerpo y de sus manos que acomodan telas y tiran cadenas y abren llaves y jabón y lavar las manos y secarlas despacio y acomodar mejor la falda y el sweater y mirarme.

Ana me mira desde la puerta, y creo que está menos lejos por un instante. Me sonríe y yo devuelvo su sonrisa como en un intento. Avanza hacia mí sin pudores tontos y vuelve a sonreír y acaricia mi cabeza con brusquedad y se me inclina detrás y abraza mi espalda. Me tapa los ojos con esos dedos largos y suaves con aroma a canela. Yo tomo sus manos rogando que no se vaya, que esta aproximación tan liviana no sea una despedida y entonces ella inclina su boca junto a mi oído y dice despacito - hazme el amor, me va a hacer bien.

Yo con sus manos entre la mías trato de entenderla mientras beso esos dedos como si fuera la primera vez (de alguna manera sabiendo que es la primera vez). Con cuidado busco sus labios delgados y húmedos y reconozco el sabor de su saliva sin tener demasiado claro el tiempo que ha pasado desde nuestro último beso. Despacio la estiro sobre la alfombra para reconocer en su cuerpo caminos recorridos, orillas sobre las cuales deambular, montes ya escalados. Pero no, con Ana todo es nuevo, y sus dedos crispados y tensos me hablan de días que no han existido, de otras manos que han pasado al galope por esos parajes ciertos y mientras la desvisto tengo ganas de llorar. Me emociona tanto su cuerpo que casi me impide amarla. Su cuerpo es como una llave por la que se llega a todos los rincones, su cuerpo constante y tenso, va buscando huecos en el mío para recomenzar desde algún punto sin saber el camino de vuelta. Me lleno de vértigo entre sus caderas y sus piernas y sus pechos.

Ana está sobre mi - desnuda - y su rostro me habla de lo que le ocurre por dentro. Sólo así es mía pienso rápido, y una voz - que tal vez viene de ella - me corrige. Ni aun así soy tuya.

Estoy perdido dentro de su cuerpo y mientras sus labios murmuran quejidos casi imperceptibles, sé que estoy en un punto en el que ella ya no va a parar, y casi me tiento a soltarla, a privarla de lo que viene, sólo para sentir algún poder sobre ella, pero claro, no soy capaz, porque esa felicidad abstracta desde sus labios es un bálsamo que me cura. Me quedo quieto para que ella reconozca su acción, la observo despacio, sus caderas se mueven como en una danza y al mismo tiempo su boca se abre y se humedece, se va de la realidad, me deja casi en silencio. Sus dedos toman mi cara, se flecta entera y me besa con agresividad. Puedo sentir que el puerto está cerca y la miro a los ojos mientras ella decae en un suspiro apagado.

Nos quedamos abrazados por un rato largo, Ana ha arrastrado de nuevo los chales y las mantas, se queda quieta y me mira despacio.

Por un segundo me fijo en sus ojos, negros y brillantes y por fin entiendo. Aunque ya sea un poco tarde, mi cabeza logra recomponer los mapas. Pero ya no sirve, los labios de Ana han pronunciado las palabras mágicas. No hace falta, ando en auto me dice, mientras viste despacio.

No hay comentarios: