viernes, 5 de enero de 2007

Capítulo VIII

VIII

Hace tiempo que me lo esperaba, pero es distinto. Es tan difícil estar preparado, no con las manos o con los brazos sino aquí adentro. Estoy en mitad de la nada. Me siento como si de pronto el famoso velo negro de la verdad se hubiera descorrido para siempre. No hay más respuestas ni sentido y saberme aquí, de pie, junto a este ataúd vacío, con su maniquí, con un cuerpo como otros tantos, es peor que la peor de las muertes.

No riego de lágrimas las miles de coronas de todos colores que han llenado este lugar, pero ellas comprenden, ellas tienen que comprender.

Mierda! No!, no estaba preparado, no podía estar preparado. No podían ser mis manos las que dejaron de bombear. No tenían que ser mis dedos los que dejaron de sentir para siempre su pulso.

Siempre había sido tan fácil. Siempre me había parecido parte de un juego en el que a veces se gana y otras se pierde, pero esta crueldad me estaba reservada. Es sólo eso. Tal vez fue mejor, tal vez si hubieran sido otras las manos, no las perdonaría, en cambio éstas, éstas saben que no había más.

Los ojos del padre de Esteban apenas miran, con una mano alcanza a rozar a su hijo y le sonríe.

El doctor Hurtado golpea el corazón del Doctor Hurtado y mira en su pulsera el Rolex de oro que le regaló hace tres años. Estaba tan orgulloso, pero Esteban no lo sabía, no podía estar seguro. Sólo la caja y un apretón de manos.

Mira el reloj y sabe que había sido importante, que el Padre lo había llevado durante toda su vida, hasta el día en que se lo regaló a su hijo.

Los punteros se mecen ronroneantes, el corazón del Doctor Hurtado, en cambio, se encoge y se aleja.

El doctor Hurtado se inclina despacio sobre el cuerpo ya sin vida del Padre, mira a su madre sin saber que decir y suelta la mano del Doctor Hurtado, que cae como en una película mala.

La madre del doctor Hurtado se lanza sobre el cuerpo del Doctor Hurtado y comienza a darle golpes fuertes, a restregar sus sienes, a remecerlo. El doctor Hurtado toma a su madre entre los brazos y la aleja del ser sin vida del padre.

... Puta Esteban, no sé que decirte. Por los ojos de Pedro caen lágrimas redondas. Colgando de su mano Magdalena titubea y se va achicando cada vez más. La mujer duda un instante, pero Pedro la mira casi con enojo. Magdalena abraza al pequeño doctor Esteban Hurtado y el hombre se le aferra como tratando de recuperar algo, de alguna parte. La mujer acaricia su cabeza y lo empuja casi sobre el hombro. Esteban siente como si todas las piezas que lo forman comenzaran a soltarse, como si de pronto un fuerte baño de aceite hubiera despegado todos los cerrojos y el hombro de la mujer se va humedeciendo.

Magdalena sostiene a Esteban que está como borracho, como mareado y mira de reojo a Pedro que abraza a la madre del amigo. Esteban de pronto se suelta de la mujer. La retira con cuidado y llama al amigo con un gesto.

Cuídamela conchatumadre, por favor, cuídamela, le dice acariciando la cabeza de la Magda.

Pedro mira al amigo y sabe que no es el momento, que es tan tonto, pero las lágrimas vuelven a caer por sus ojos. Los amigos se abrazan y lloran. Lloran como de antes, lloran por todo lo que no han llorado juntos.

Sobro en este cuadro, piensa Magdalena, mientras se aleja un poco para dejar a los amigos solos. No soy capaz de entender hasta que punto se quieren, no sabría donde está la frontera de lo que los alejaría. Por supuesto, no en mí... eso es tan obvio.

Pedro y Esteban no se apartan. Algo se ha llevado todos los pudores y los dos hombres se abrazan y se sueltan sólo para apretarse aún más.

La Magda descubre lejos a Gabriel y a la Rosario que no se han atrevido a acercarse y los llama. Los tres se quedan a unos metros. La Rosario está quieta, tranquila, pero a Gabriel le cuesta ver eso.

Puta que ando llorón, dice como una disculpa, y la Magda le sonríe y se seca las lágrimas. El tío estaba mal hace tiempo, dice Rosario. Gabriel la mira serio. No estoy llorando por eso, sé que ya estaba listo. Lloro por el huevón de Esteban, que se le murió en los brazos, que no pudo hacer nada, que se debe sentir culpable.

No, no se siente culpable.

La mamá de Esteban se acerca y le da la mano a Gabriel. Gabriel la abraza un poco avergonzado. Él se murió en paz Gabrielito, y Esteban recuperó parte de la suya. La mujer habla despacio, sin reproches, sólo quiere que ellos entiendan, que no se confundan

¿Saben cuales fueron sus últimas palabras, cuando comenzó el ataque y yo dije que iba a llamar al doctor? ¡Trae a mi hijo mujer! Es el único doctor que necesito, porque me voy a morir.

1 comentario:

Nadiezhda dijo...

Y segui leyendo, el capítulo anterior me dejó pa dentro, este me permite pensar en la muerte, pero hoy es mejor eso que el miedo al amor.