viernes, 5 de enero de 2007

Capítulo VI

VI

Santiago se enciende por capas. Desde arriba hacia abajo, como todo en la vida.

Este departamento tiene de vista todo lo que tiene de chico, piensa Magdalena, mientras toma una copa de vino blanco (demasiado) frío, apoyada en el balcón.

Mirando las cosas con calma, no hay demasiadas diferencias entre lo que creemos y lo que de verdad existe. Eso es ahora, claro, que ya no creemos en nada.

Alguna vez escuchó o leyó que una joven cantante, que no recuerda, había comentado que cuando andaba fuera de Chile extrañaba el olor de la ciudad. El comentario le pareció en gran medida absurdo, porque salvo algunas contadas tonalidades de aroma, el resto de Santiago es una mugre. Es cosa de ver por la ventana y darse cuenta que el remedo de bruma londinense, aquí, es pura mierda. Pero al parecer la “entonces famosa y joven cantante” no era simplemente tonta, reconocía que el olor de Santiago era olor a humo, a Smog y eso ya es otra cosa, porque puestos a escoger aromas, recuerda a un conocido filósofo que dedicó la vida a olfatear sus propias heces, su propia mierda, lo que si bien es un asco, no deja de tener algo de original.

Olfatear Santiago puede ser entonces un acto de reflexión, y disfrutar de lo que se huele, uno de incomprendida erudición. Magdalena apura un sorbo largo de vino y se ríe. No hay caso, piensa, no hay caso.

¿Cuantos hombres han estado de pie junto es este balcón? No muchos, pero demasiados. Parece una contradicción pero para nada. Ella lo sabe porque siente que su piel tiene más llagas de la cuenta. Una cosa es tirar con un huevón, y ese no sería ningún problema, en esas materias nunca puede ser mucho o poco. El problema está en los que han dormido entre estas paredes. Una tiene una capacidad de amar casi ilimitada, pero las formas de amar se desgastan tan rápido.

La primera vez que se ama, se pierde la ingenuidad y no vuelve. No vuelve nunca, aunque intentemos nublarnos el recuerdo y dejarnos engañar, ya nunca es lo mismo.

Recuerda la primera vez que hizo el amor. Tiene perdida la cara y el cuerpo y hasta el recuerdo de la piel de ese lejanísimo compañero de facultad, que hablaba tanto que esa fue la única manera de hacerlo callar. Ahora se lo topa de vez en cuando en el supermercado, pero es otro, le cuesta reconocer en ese señor con tres guaguas a su primer amante. Lo que jamás ha olvidado, sin embargo, es la sensación que sintió cuando se dio cuenta de que el tipo estaba dentro de su cuerpo. Una invasión, esa es justamente la palabra. Un convidado de piedra que ocupa demasiado espacio, que no deja lugar para las sensaciones propias.

Lo odió. Lo odió porque después de terminar, (por fortuna a los muy pocos minutos) él trató de abrazarla y ella lo único que quería era sentirlo lejos y el trataba de decirle que no había nada de malo y que él la quería y que... pero a Magdalena no le interesaba eso. Por supuesto que sabía que hacer el amor no tiene nada de malo, pero no lo quería cerca porque sabía que no lo amaba, que ella se había metido en esa cama en la playa de puro huevona. Que se había dejado acariciar hasta que su cuerpo reaccionó por instinto, sin darse tiempo para pensar.

Lo odió porque fue tierno y ella no lo quería. Porque cuando comenzó a penetrarla y se dio cuenta de que era virgen la miró con dulzura y le pregunto si quería parar, y lo dijo en serio, con respeto y fue ella la que lo tomo y lo obligó casi a entrar y el dolor no le importó nada.

Pero no lo quería y se sintió invadida y ni siquiera podía culparlo porque él, cuando se dio cuenta que era virgen, le ofreció una tregua y fue ella la que no aceptó, la que no supo rendirse a tiempo.

¿Será que de verdad alguien está siempre con nosotros, mirándonos? Figuras que nos acompañan.

“Ángel de la guarda, dulce compañía... ” su madre la hacía rezar la oración cada noche, de rodillas al lado de la cama y ella se dormía después, tan tranquila, imaginando a esos seres como niños chicos, de su edad, que la regaloneaban y le tapaban los pies igual que su mamá.

A veces parece fácil suponer que es cierto. En realidad es cosa de mirar un poco más por la ventana y darse cuenta que existen ciertos ordenes. Pero nada es perfecto, piensa, mientras la copa de vino ha ido bajando, hasta que sólo quedan unos pedazos minúsculos de corcho flotando como en un charco.

Pedro me habría retado. Jamás traspases el corcho al abrirlo. ¿Ves lo que pasa? La Magda se queda pensativa. Pedro es lo más parecido a un ángel de la guarda que me queda. Puta, como cambian los tiempos. La mujer se ríe mientras se saca con los dedos pedazos de corcho que se han quedado pegados en su lengua y respira profundo.

1 comentario:

Nadiezhda dijo...

Aunque sea olor a humo, aunque sea Santiasco como dice una amiga, yo he extrañado mi ciudad algunas veces.