viernes, 5 de enero de 2007

Capítulo V


V

Mucho tiempo después traté de pensar que las cosas siempre tienen un sentido, que las casualidades no existen y que me puedo sentar en cualquier bar, solo, y contemplar con indiferencia la cerveza helada que cubre mis labios con espuma y que también sabe amarga.

A través de la ventana veo gente que camina y sé que para ellos no hay historias. Para mi tampoco, pero al menos trato de darme cuenta.

En otra época el desierto de saberme alejado de todo me parecía placentero. No solo placentero sino simplemente necesario. Ahora, sigo estando solo la mayor parte del tiempo, pero a ratos dudo que exista una manera real de saberse.

El tiempo que avanza no retrocede, es una lástima porque a veces me gustaría poder sentir de nuevo como cuando era un niño porfiado y me dejaba arrastrar de las manos por cuanto bicho sucio se cruzara frente a mis ojos. “Soñar es como vivir, pero no cansa”. Se lo escuché una vez a una mina super loca con la que pasé dos días en el Valle. Eran otras épocas, claro, uno estaba tan engrupido que hasta las huevas más idiotas nos parecían choras, que se yo, necesitábamos sentir que había cosas profundas, importantes.

Ahora, ahora también me hacen falta, pero casi todo me parece exagerado. Creo que ese es el punto más frío de lo que podríamos llamar el drama de identidad de mi generación. Le tenemos terror al ridículo, no nos atrevemos a pensar o a proponer nada que se despegue mucho de los parámetros, porque de alguna manera tenemos conciencia de que esas cosas están desprestigiadas. Hoy, lo más existencial que nos permitimos, es el análisis crítico de nuestro tiempo, pero pobre del que tenga una idea para aportar. Las ideas tienen que salir espontaneas, las tuyas, por muy buenas que sean, sirven solo para ti y el mero hecho de tratar de compartirlas las vuelve absurdas, las convierte en un panfletito imbécil del que cualquier ser pensante sólo se ríe.

Nuestros viejos, conservadores, retrogrados de todas las especies, marxistas o ultracatólicos, nos heredaron una sociedad de la gran mierda. Hablaron tanto que le quitaron sentido a las palabras. Llenaron de tantos letreros las murallas que nuestra rebeldía fue volverlas a pintar de blanco. Pero lo pasaron mejor, de eso estoy seguro.

Escuché una vez en un bar una frase que me quedó dando vueltas. Nuestros padres son hombres de su época, cosa de la que nosotros no estamos ni cerca. Nosotros somos renacuajos en una piscina desinfectada y aunque sabemos que los líquenes y las algas hacen falta, igual nos repulsan, igual preferimos quedarnos aquí, en territorio estéril (en ambas acepciones, claro).

En la cola del cine no hay nadie. O sea, en realidad no hay cola del cine sino simplemente boletería. Esa es una diferencia conceptual profunda. Si digo me la encontré en la fila del cine, estaría dando la idea de que había más gente tratando de ver la película, pero no, estaba yo solo y de pronto apareció ella y se paro junto a mi o en realidad detrás de mi. No dijo una palabra hasta que yo, después de haber pagado la entrada y tomado mi boleto con silla numerada envuelta en un rollito me di vuelta y la vi.

Hay personas que no saben ser las mismas. Creo que eso pasa con Ana. Desde el principio me pareció que anda como perdida, como buscándose a tientas y tratando de encontrar una voz que le resulte familiar, una voz para ella misma, en la que se pueda reconocer. De eso yo si sé, soy el perdido eterno, el que se apaga y se enciende de acuerdo a la hora del día, el que se esfuma de sí, para encontrarse en algún otro, en algún objeto, en las lágrimas un poco ridículas de películas viejas.

El tipo, muy serio, empuja a la mujer hacia el avión. No, yo no voy, vete. Su gesto enfático, agresivo, es la mayor muestra de ternura y compasión de la que es capaz y ella lo sabe. Lo mira, comprende y corre hacia la maquina con los motores prendidos. En el aeropuerto desierto llueve a cántaros y la mujer avanza bajo esa lluvia que la libera y también la destruye. A su lado, el “marido - héroe” también conoce la profundidad de ese gesto y no sonríe.

A lo lejos se divisa al Hombre de impermeable. Conversa con el Inspector de Policia que también comprende, saca del bolsillo un arma y dispara. Entre la lluvia se ve caer a un tercer personaje. Él no había comprendido.

¿Dónde te sentaste?

Ana me sorprende en mitad de este rollo absurdo. Sabía que estaba a mi lado y más que eso, era tan importante que ella estuviera a mi lado comprando boletos para ver una película el Domingo a las 4 de la tarde. Pero me había ido igual, me había perdido hasta de ella.

Hola, como estás, perdona. Estaba en la luna. Ana me mira y sonríe.

Bien, super bien, un poquito cansada, pero venir al cine me relaja. Además a esta hora nunca hay nadie.

Ana paga la entrada y pide un asiento a mi lado.

¿No te molesta que me siente contigo no? Sería medio raro que nos sentáramos los dos en extremos distintos de un cine vacío.

A Ana le da risa su idea. Levanta la cabeza para hacerse la imagen mental de la escena y hace un gesto con la mano como de estar saludándome desde muy lejos, anticipando lo que seríamos ella y yo separados por metros y metros de butacas rojas de cuero, en mitad de un cine viejo y vacío. Ana hace movimientos de mimo que le salen maravillosamente bien. Yo también me río y le ofrezco una coca cola.

Gracias, pero prefiero tomar agua, el azúcar me pone mal, no se porqué pero me pasa desde chica.

Ana dice la palabra chica y yo me conmuevo al pensar en la niña que habrá sido alguna vez. Pero no me resulta, me cuesta imaginarla niña y... y también me cuesta imaginarla vieja o de cualquier manera que no sea la Ana presente frente a mis ojos.

Recordar a Ana, mi historia con Ana, siempre es confuso. Siento que nadie me cree cuando lo trato de explicar. Eran casi las seis cuando terminó la película y ya hacía mucho frío afuera, la abracé porque quería abrigarla y ella recibió mi abrazo porque hacia frío. El resto podría ahórramelo, pero nadie me deja. Como explicar que todo lo demás fue una pura continuación de ese abrazo de entumidos.

Ella caminó hasta al auto pegada a mi cuerpo y recordó que el día siguiente era feriado. “San Pedro y San Pablo”, ¡parece una ironía!

Las seis y diez. Si nos apuramos podemos llegar a la playa antes de las ocho y tomar té allá.

Como explicar que paré en la bomba y llené el estanque y la vi sonreír y bajarse del auto y comprar cigarrillos y un café y chocolate amargo en barra y que se volvió a subir mientras alguien revisaba el agua y el aceite y me vendía medio litro de X.98 Super óptima o alguna tontera así y que ella al subir de nuevo al auto me volvió a sonreír con tanta paz, que durante todo ese tiempo jamás pensé que hubiera algo malo en irme un Domingo a la playa con ella.

Como tratar de explicar que en la Isla Negra hacía menos frío que en Santiago y que por eso abrazarla fue un acto más gratuito, pero ella tenía frío y se pegaba a mi cuerpo con tantas preguntas que yo me veía obligado a sacar calor desde todas partes para compartirlo con esa piel delgada y blanca que se iba deshaciendo en mis brazos.

El aire está lleno de aroma a eucaliptos, un olor viejo, añoso y espeso que se invade con los demás olores que nos rodean.

Somos tan jóvenes que ya estamos viejos. No fuimos capaces de encontrar un ángulo exacto para descansar la espalda y nos cagamos solitos. Nos quedamos en la parte más profunda de la hipotenusa recta, y en esas latitudes hay muy poco espacio para apoyar la cabeza y recordar que no es cierto.

A veces me puedo quedar por horas tratando de comprender que pasa por la cabeza de los adolescentes y te juro que creo que están menos jodidos. Ellos tampoco tienen ilusiones, pero así nacieron, así se criaron. Los cabritos que hoy tienen 16 tenían 3 pal plebiscito, en resumen, no existían, por lo que no tienen memoria de esa época o menos aún de lo que había antes.

Esos adolescentes no tuvieron la oportunidad de creerse (creerse con los pelos de punta y un nudo en la garganta) que la alegría venía y caer de pronto en que todo era una mierda.

Ana me mira mientras le hablo y a veces sonríe y me interrumpe con alguna pregunta fácil. Sus dudas siempre son de contexto, sólo para poder ir armando su rompecabezas con todas las piezas y darse una opinión. Me pregunta, por ejemplo, tu que edad tenías el 88, y yo simplemente le respondo, 17, y ella vuelve a mirarme y yo sigo monologando.

En mi bolsillo está como siempre la llave de la casa de mis viejos en la Isla y camino con Ana hasta el auto que dejé en la entrada de la playa y le abro la puerta. Ella se sube sin preguntas, mientras yo sigo hablando y hablando, como si alguien hubiera perdido la llave que cierra mis labios.

El camino hacia mi casa es casi alegre. La noche se ha cerrado completamente y tomo la mano de Ana para que no se tropiece en la entrada de piedra. Siento su palma fría y la voy guiando hasta la casa con cuidado. Abro la puerta y el olor a humedad me asalta como un gato, pero eso no importa. Abro las persianas metálicas mientras Ana saca los chocolates y comienza a comérselos. Me había olvidado de que no hemos comido nada desde hace horas y comienzo a revolver la cocina para encontrar unos tallarines y un tarro de crema.

Yo cocino y tu prendes la chimenea, dice Ana avanzando despacio hacia la cocina.

Su cuerpo se mueve sin esfuerzo, estoy seguro que la gravedad decidió pasar de largo por su ser físico y sólo se concentra en su pelo lacio para hacerlo caer sobre sus hombros.

La leña cruje y espolvorea humo mezclado con el vapor de la humedad. Ana pone los platos en la mesa de centro de la sala, ubica cubiertos y servilletas y copas con dedos rápidos. La miro hacerlo y me confunde lo que hacemos juntos en esta casa a las 10 de la noche, sin que haya habido ningún plan, sin que a ninguno de le hubiera jamás ocurrido proponerlo. Pero en sus ojos lo último que veo es culpa, y por lo tanto intento sintonizar con eso y relajarme.

Los tallarines están riquísimos. Tomo la copa de vino y ambos brindamos sonriendo. Es una suerte que mi viejo tenga tan buen gusto para los vinos. En esta casa jamás me encontraría con uno malo, es como una certeza, los vinos de mi papá siempre son buenos. Además siempre hay, y ese es un útil milagro adicional, uno que se genera espontaneo, aunque como ahora, yo sepa que ellos no vienen hace meses.

Por la ventana de esta casa se alcanza a ver una esquina de la otra, de la casa de la Isla, la única que importa porque es como un resabio, como un hito. Hasta aquí llegan cada fin de semana caravanas de turistas. Alemanes, Ingleses, Gringos y hasta chilenos que con sus cámaras fotográficas se mueven como con credencial de turista, mirando todo varios veces y haciendo preguntas a los guías que sin embargo los miran de vuelta sin comprender que ha llevado a algunos de ellos a instalarse en la casa de Pablo.

Siento a Ana en el sofá y le muestro desde lejos la casa y ella sonríe. Este país es también un poco como esa casa, le digo, una colección de cuanto cachivache se cruza en el camino, una mezcla informe de estilos y de objetos, pero claro, en la casa de Neruda todo lo que hay tiene sentido, simplemente porque él lo fue ubicando con su propio gusto, y querámoslo o no, es difícil discutir el gusto de algunos seres que por otras razones han terminado por escaparse de las posibilidades críticas.

El pasado me obsesiona, me es tan difícil tratar de responder desde mi boca, cuando las preguntas de hoy son las mismas de antes y nosotros sabemos perfectamente que somos peores, tanto peores en nuestro verbo, que esos que tampoco respondieron ayer.

Es una cuestión de semántica, casi de simple formalidad verbal o a- formalidad verbal. Por ejemplo, yo te pregunto a ti Ana, quién eres y tu tal vez me respondas de acuerdo a tu ser individual “ Me llamo Ana... ” o quizá lo hagas desde tu ser social “fui llamada Ana”, y la diferencia es tan grande que todo se me pierde entre esas dos frases.

Ana me observa despacio y luego hace dos gestos con las manos. Primero, recorre su cara con la palma extendida y luego dibuja su nombre letra a letra. Recuerdo esos gestos, los aprendí alguna vez en un lejanísimo trabajo solidario. Es lenguaje de sordo mudos.

“ Soy Ana”.

La miro y me sonríe y vuelve a dibujar su nombre con las manos y luego dice, en silencio, “tú eres Pedro”.

La chimenea se ha ido apagando, mientras mi boca ya más cansada ha ido declinando sus casi monólogos y Ana sigue ahí, despierta, lúcida, aprendiendo de mis manías y enseñándome, sin palabras, parte de las suyas. Esta Ana sabe que no la quiero y eso es un placer. No necesito fingir nada, nuestras manos que se encuentran no se hacen promesas complicadas y sólo se dejan guiar por lo que sienten, aunque eso no sea mucho.

Es tan raro tratar de recordar por qué nos fuimos ese Domingo juntos a la playa. Por qué, si no nos queríamos, si no era necesario, dormimos juntos e hicimos el amor y fue lindo, y tranquilo y ninguno trató de entender.

Ahora me complica, claro, pero eso es porque hay partes de mi menos libres, o más, ¿quien sabe?

Veo a Ana dormida, apoyada en la almohada, a mi lado, y no amarla me hace tan bien. Que no me ame, me hace tan bien.

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